Nunca había estado en una subasta. Ayer fue la primera vez y fue la cosa más curiosa del mundo. Yo siempre había tenido la imagen preconcebida de que las subastas se llevaban a cabo en salones muy ornamentados, con muchas señoras bien vestidas y muchos señores trajeados que alzaban con elegancia y seguridad sus manos para cantar sus precios. Y mientras, el señor de la subasta, a lo mejor un tipo viejo con pajarita, repetía en voz alta las ofertas lanzadas. ¿Y saben qué fue lo más curioso que descubrí de cómo eran en realidad? Que tenía toda la razón del mundo: son así, o al menos, fue así aquella en la que estuve.
Que, por cierto, era de relojes. Por lo visto, a alguien se le había ocurrido la genial idea de organizar una subasta para promocionar los nuevos modelos de relojes de diseño que acababan de salir al mercado. Seis personas afortunadas se quedarían con seis nuevos modelos y el resto, claro está, los compraría, porque la frustración de rozar un objeto así y, al final, no quedarse con él, es muy grande. Una estrategia comercial brillante.
Por cierto, la forma en la que había que cantar los precios era curioso. Primero tenías que decir, por ejemplo, “compro relojes Audemars Piguet”, y luego añadir: “por X cantidad de dinero”. Creo que el canto que más me gustó fue el de: “compro relojes Vacheron Constantin”. No sé, sonaba con fuerza; y encima, una señora, que acabó llevándoselo, lo hacía con voz poderosa, y eso le daba un toque especial. Tampoco le hago ascos al canto de: “compro relojes Panerai”, y lo tengo asociado a la voz serena y ronca de un señor que fumaba un gran puro.
¿Que si yo participé? Claro que no, a mí solo me invitaron a verla. No tengo tanto dinero.